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La corrupción de ayer, hoy y mañana

Cada 9 de diciembre se conmemora el día internacional contra la corrupción. Ese mal que afecta a todos los países del mundo privando de recursos a quienes más los necesitan, socavando la confianza en las instituciones públicas, debilitando la democracia y exacerbando las grandes desigualdades.


Nuestro país no es la excepción. En El Salvador hubo corrupción, hay corrupción, y aunque quisiera que no fuera así, puedo afirmar que habrá corrupción. Es más hasta me atrevo a afirmar que la corrupción es uno de los fenómenos más democratizados en la sociedad salvadoreña, en especial entre todo el espectro político, y uno de los más polifacéticos, ya que se manifiesta por medio de sobornos, peculado, malversación de fondos, nepotismo, tráfico de influencias, enriquecimiento ilícito, fraude, abusos de autoridad, negociaciones ilícitas y mecanismos cada vez más creativos e innovadores.

Tan democratizada está la corrupción que no perdona ni períodos de crisis. En medio de situaciones de emergencia  como terremotos o huracanes, los fondos públicos se han convertido en un botín para los corruptos. Incluso en plena pandemia del Covid-19, nos encontramos con “errores de forma” que han provocado procesos de compras y contrataciones sospechosas y con discursos que justifican esos errores porque los controles de transparencia y probidad son una “traba” para la administración pública. Si algo hemos comprobado es que ni la pandemia ha sido razón suficiente para que los corruptos guarden la debida distancia con la gestión de los recursos públicos, por el contrario son tan infames que son capaces de jugar con la vida y bienestar de la población.

La lucha anticorrupción ha sido una bandera ondeada por los diferentes partidos políticos, una bandera que bien podría ser representada por la izada en el Redondel Masferrer. Pero con sus acciones la clase política sigue defendiendo y justificando que sus corruptos son menos corruptos que los de los adversarios; demostrando que su único interés es utilizar lo público como un botín para financiar intereses particulares; y, debilitando la institucionalidad pública para garantizar la impunidad para todos los corruptos y corruptores.

Al mismo tiempo los costos sociales de la corrupción siguen aumentando y se traducen en derechos y oportunidades perdidas porque los bienes y los servicios públicos quedan fuera del alcance de quienes no pueden darse el lujo de participar en actos corruptos, perpetuando así  las condiciones de desigualdad y exclusión en el país.

¿Y cómo está la ciudadanía frente todo esto? Definitivamente llena de hartazgo hacia la clase política y sin confianza en la democracia, lo que facilita caer en la trampa de pensar que gracias a un milagro las cosas podrán cambiar de un día a otro, pero sin poner atención a los serios retrocesos que se están dando en el país en materia de rendición de cuentas, participación ciudadana, transparencia e incluso libertad de prensa, todas vacunas efectivas contra la corrupción.

Avanzar en la lucha contra la corrupción requiere que los diferentes poderes del Estado demuestren su vocación democrática y compromiso con la transparencia y lucha contra la corrupción. Para ello será necesario implementar reformas vinculadas con el sistema de compras y adquisiciones públicas, el servicio civil, la transparencia presupuestaria y tributaria, la participación ciudadana en la gestión pública; así como el fortalecimiento de las entidades públicas encargadas de garantizar la transparencia, rendición de cuentas y contraloría del uso de los recursos públicos, para evitar que sean capturadas por intereses particulares.

Pero el contexto actual, donde la corrupción está a la orden del día, también demanda una ciudadanía más consciente, crítica, preocupada e interesada por las decisiones gubernamentales que afectan de manera directa su calidad de vida, incluyendo la gestión de recursos públicos. Una ciudadanía que rechace la creencia de que es normal que todos los funcionarios roben, con tal que hagan algo o que roben menos que los anteriores. Una ciudadanía con cero tolerancia a la corrupción, independientemente si esa corrupción proviene del partido político de su preferencia. Solo así dejaremos de tener elecciones en las que tengamos que escoger entre los más corruptos y los menos corruptos.

 

Lourdes Molina Escalante // Economista sénior / @lb_esc

Esta columna fue publicada originalmente en El Mundo, disponible aquí.