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Sobre la corrupción en Centroamérica

A riesgo que el gobierno de mi país me indique que debo abandonar Guatemala, me tomo la libertad de afirmar que los numerosos escándalos de corrupción que han salido a la luz pública en la región centroamericana ponen de manifiesto el carácter endémico e inherente de dicho problema dentro de nuestras sociedades, a todo nivel. En efecto, desde los casos que han sido identificados en Guatemala por el Ministerio Público (MP) con la colaboración de la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), hasta aquellos descubiertos por el Ministerio Público de Panamá, todos dan cuenta del voraz apetito de funcionarios públicos y agentes privados por obtener rentas de los recursos del Estado de manera ilegítima.

Desafortunadamente, no existe una medida exacta del nivel de corrupción en cada país, dada la naturaleza no observable de muchos hechos relacionados con este fenómeno; sin embargo, se cuenta con medidas que identifican los niveles percibidos por la sociedad. Así, en términos de apreciación, el Índice de Percepción de Corrupción que elabora Transparencia Internacional da cuenta, con excepción del caso de Costa Rica, de un deterioro de la confianza de los expertos y empresarios encuestados en cada país centroamericano respecto a los niveles de corrupción en el sector público.

Por un lado, la disminución de la confianza en cuanto al desempeño de los funcionarios y empleados públicos que reflejan los datos es desalentadora pues la misma se asocia generalmente a menores niveles de inversión privada, con el consecuente impacto negativo sobre la actividad económica. Lo anterior ocurre como consecuencia de la percepción acerca de una institucionalidad débil que no brinda certeza económica, jurídica y social para los proyectos que se desean ejecutar. De hecho, de conformidad con el Reporte de Competitividad Global 2017 – 2018 que publica anualmente el Foro Económico Mundial, El Salvador, Guatemala, Nicaragua y Panamá señalan a la corrupción al menos como el segundo factor más problemático (de un total de dieciséis) para emprender un negocio; en Honduras se señala como el cuarto factor más importante aunque en segundo orden ubican Crimen y violencia, estrechamente relacionado con corrupción; mientras que en Costa Rica, dicho factor es ubicado en la séptima posición.

Por otro lado, la percepción acerca de un nivel de corrupción más alto en los países centroamericanos implica que los agentes toleran en menor medida la corrupción, por lo que estarían más atentos a realizar un control más estricto del trabajo realizado por los funcionarios y empleados públicos, principalmente el de aquellos cargos de elección popular. Sin embargo, lo anterior es una causa de perjuicio para los corruptos, ya que con mayor control por parte de la sociedad es más costoso para ellos involucrarse en tales actos.

Es importante que los Estados establezcan una agenda anti-corrupción que incluya medidas preventivas, tales como el fortalecimiento de la transparencia y del acceso a la información pública que permitan una adecuada auditoría social. Más importante aún es el compromiso de establecer cambios estructurales que modifiquen la institucionalidad que se ha instaurado en beneficio de pequeños sectores con cuotas de poder desproporcionadamente grandes e históricamente heredadas. Dichos cambios estructurales deberían incluir, entre otras, actividades político-partidarias transparentes, financiamientos electorales claros y sanciones estrictas a quienes realicen actividades corruptas; todas reformas que legitimarían nuestra incipiente democracia.

Sumado a lo anterior, la apuesta incluye que el sector privado también reconozca su responsabilidad en la tarea de lucha contra la corrupción, principalmente, en materia de financiamiento a partidos políticos, venta de bienes y servicios y construcción de infraestructura para la administración pública, y en el lobby que ponen en marcha para lograr cambios que les favorezcan. El sector privado debe estar dispuesto a elevar sus normas de relacionamiento con lo público para transparentar las acciones que realiza. Al hacerlo, el sector empresarial contribuiría a generar un ambiente propicio para realizar negocios y, a la vez, eliminaría su estigma como principal socio de la corrupción, rasgo que se ha acentuado al conocerse públicamente su participación en los casos de corrupción que han sido denunciados.

La dificultad de materializar tales cambios radica en desafíos políticos muy serios. De esa cuenta, es nuestro deber exigir transformaciones estructurales que permitan combatir la corrupción, de modo que los funcionarios y empleados públicos y el sector privado eviten concentrarse en la obtención de beneficios individuales y trabajen por la búsqueda del bienestar común.