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La realidad de quienes nos cuidan

La sociedad centroamericana debe reconocer los cuidados y su importancia para la economía, y más: en sociedades como las nuestras, en las que los núcleos familiares son numerosos, es urgente reconocer, redistribuir y retribuir.


 

Luego de un año extraordinariamente complejo, las economías de la región en 2021 esperan resurgir o por lo menos mejorar los comportamientos pasados, en algunos casos más por efecto rebote que por un buen manejo económico. En Centroamérica se espera crecer hasta un 4.8 % en promedio según algunos organismos internacionales, dejando atrás el -7.1 % de 2020. Con eso, actividades económicas como comercio, actividades inmobiliarias e industria manufacturera esperan tener importantes repuntes en la mayoría de países.

Sin embargo, por otro lado se encuentra una actividad importante que queda fuera de estas estadísticas, fuera de los Sistemas de Cuentas Nacionales (SCN), de los debates políticos y, muchas veces, de los planteamientos teóricos de los modelos tradicionales económicos, a pesar de que también se vio afectada por la coyuntura: el trabajo doméstico y de cuido no remunerado. Este trabajo, que en alta medida es proporcionado por mujeres, produce, sostiene, contribuye al desarrollo y al bienestar de la vida en el ámbito privado (hogares) beneficios que luego se trasladan a la sociedad pues son las y los individuos que salen de estos hogares quienes mantienen el mismo sistema económico (mercado). Invisibilizado como otro factor más de producción, no se le otorga un valor monetario y, hasta la fecha, no se ha logrado en la región centroamericana un espacio formal que lo reconozca.

Sin tener un dato exacto y actualizado sobre la cantidad de mujeres que se dedican a actividades no remuneradas dentro de los hogares, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) indicó que para 2019 más del 50.0 % de las mujeres centroamericanas en edad activa (15 a 64 años) no se encontraba laborando en el mercado de trabajo y por ende no recibía una remuneración. Aunque no todas ellas se dedicaban exclusivamente a actividades de cuido no remuneradas, pues algunas estudiaban y otras necesitaban ser cuidadas, una importante cantidad estaban trabajando dentro de sus hogares: ellas ya no buscaban empleo porque ya estaban ocupadas cuidando a otros miembros del hogar, pero sin paga”.

Las brechas más grandes las presentan El Salvador y Guatemala, y por eso, en esta ocasión hago referencia a la situación de las mujeres en ambos países, sin embargo esta realidad no dista del resto de países en la región.  La carga global de trabajo de las mujeressupera con creces la de los hombres. Según las últimas cifras al respecto, las mujeres ocupadas en el mercado laboral, adicional a las horas laboradas en trabajos remunerados, le dedican en promedio 30 horas semanales a actividades no remuneradas dentro de los hogares, mientras los hombres dedican en promedio 10 horas semanales. En situaciones tan dispares resulta imposible (inocente/perverso) pensar que las mujeres entran en similares condiciones a competir por un puesto en el mercado laboral y con un trabajo decente.

Indagando en las cifras nacionales, las mujeres (ocupadas o no) aportan en promedio el 62.6 % del trabajo de los hogares y de cuidos no remunerados, frente a 37.4 % del tiempo restante de los hombres. Es decir, de cada 10 horas dedicadas a actividades domésticas, seis en promedio son realizadas por mujeres y cuatro por hombres. Un costo humano, social y económico muy alto.

Estas mujeres pasan toda su edad activa laborando sin paga; cuando son más jóvenes se les niega el derecho a educación en muchos casos, mientras que cuando son mayores, sin seguro social y sin ninguna otra oportunidad continúan una vida de dependencia económica hacia quien provee en el hogar. Luego superan esta edad reconocida como económicamente activa y tampoco pueden gozar de pensión por vejez, no tienen derecho a servicios de salud y, en el peor de los escenarios, no pueden recibir apoyo por invalidez. En este caso ni el Estado, ni el mercado se hace cargo de ellas, y sus familias a quienes ya sirvió no pueden o no quieren hacerse cargo en muchos casos. Las estadísticas demuestran que la precariedad y vulnerabilidad de las mujeres aumenta al ser adultas mayores.

Además, se reconoce que la pandemia vino a revelar y a complejizar la situación, el hecho del confinamiento no dio tregua a quienes ya se quedaban en casa, e incrementó las cargas para quienes salían por un trabajo remunerado. Al estar todos en casa, las necesidades por atención y cuido se incrementaron, sin contar con cifras, el escenario no pareciera ser prometedor. 

Si vamos más allá del ambiente privado (hogares) y nos trasladamos al público, el Estado y el mercado tampoco aportan solución. Revisando los programas de Estado existentes en los países de la región en materia de cuidos y protección a las mujeres, estos  son mínimos cuando no inexistentes en algunos casos.  

Por todo lo anterior, es tiempo de reconocer que estamos lejos de estar bien. Se debe dejar de romantizar y abnegar a las mujeres, las madres, en algunos casos mujeres mayores y niñas, por las actividades del hogar que desarrollan. La sociedad centroamericana debe reconocer los cuidados y su importancia para la economía, y más: en sociedades como las nuestras, en las que los núcleos familiares son numerosos, es urgente reconocer, redistribuir y retribuir. 

Tomando lecciones como las experiencias recientes de países vecinos, como México y Colombia, que entendieron y que buscan constituir un Sistema Nacional de Cuidos así como en la incorporación de las actividades de cuido a los Sistemas de Cuentas Nacionales. Que los Estados se comprometan a formular presupuestos que atiendan y reconozcan la importancia del cuido, así como proveer de infraestructura para ello, formular leyes que reconozcan estos derechos laborales y políticas públicas, todos instrumentos indispensables que inciden y podrían corregir estas desigualdades y modificar los sistemas ya establecidos. Pues una sociedad solo y únicamente tiene el derecho a llamarse desarrollada y un Estado reconocerse como Estado de bienestar si todas las partes en su conjunto cuentan con las mismas oportunidades y si los beneficios llegan a todos y todas por igual.  

 

Sucely Donis // Economista investigadora

Esta columna fue publicada originalmente en Gato Encerrado, disponible aquí.