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¿Seguiremos normalizando los desastres?

Los efectos de los desastres se intensifican entre las poblaciones pobres y excluidas socialmente, por lo que el manejo y la prevención del riesgo deben ser enfrentados por política públicas que se formulen desde un enfoque de derechos.


Hace un par de semanas las alertas se volvieron a encender. Centroamérica, una vez más, se encontraba en el camino de un huracán y, aunque afortunadamente luego se degradó a tormenta tropical, nuestros países siguen resintiendo sus impactos: muchos cultivos se dañaron o se perdieron por completo; incontables daños en infraestructura; miles de personas tuvieron que ser evacuadas de sus hogares y al menos 25 perdieron la vida; así, la tormenta Julia nos recordó que nuestra región continúa siendo muy vulnerable y que fácilmente, en nuestro territorio, los fenómenos naturales se convierten en desastres.

Ojalá esta situación fuera atípica, pero la evidencia científica nos muestra que los huracanes y tormentas serán cada vez más frecuentes, más intensos, con mayor humedad y vientos más fuertes, ello como consecuencia del cambio climático, pero también, a causa de la deforestación, la contaminación y el deterioro ambiental; el crecimiento urbano, la falta de planificación y ordenamiento territorial; el aumento de la pobreza y la desigualdad; deficiente infraestructura pública; un limitado reconocimiento del riesgo por parte de las autoridades; ausencia de medidas gestión del riesgo y una débil gestión ambiental. 

Ante este escenario, debería esperarse que desde los gobiernos y todo el aparato estatal se diera una respuesta integral, basada en políticas públicas para gestionar el riesgo de ocurrencia de desastres y para impulsar una acción climática efectiva, que promueva una mayor resiliencia de nuestros territorios;  pero lo que tenemos es todo lo contrario y los desastres se siguen  aprovechado por la clase política para lograr réditos personales y electorales. En momentos de calamidad no faltan las fotos de ministros, diputados, presidentes ensuciándose los zapatos, haciendo entrega de donativos con sus fotos, abrazando a las personas damnificadas o liderando jornadas de oración.  Pero esos mismos funcionarios poco o nada hacen para prevenir esos desastres, para reducir la vulnerabilidad y minimizar los potenciales impactos en el bienestar de la población y evitar tragedias.

Las amenazas para la región son grandes, por lo que una de las primeras medidas que deberían implementar los gobiernos es fortalecer los sistemas de información sobre amenazas naturales y vulnerabilidad a escala nacional y territorial, para que con base en la evidencia disponible se puedan diseñar e implementar políticas públicas integrales para disminuir los factores de riesgo que aumentan las condiciones de vulnerabilidad de la región.  Para ello no solo se deben reformar los marcos regulatorios, sino también cumplir con los compromisos asumidos internacionalmente, particularmente aquellos en materia ambiental, climática y de reducción del riesgo de desastres. 

Adicionalmente, se deben mejorar los esfuerzos para promover la articulación y el trabajo interinstitucional, una perspectiva sectorial supeditada al mandato y capacidad de cada institución, la efectividad con la que se gestiona el riesgo. En este contexto también es importante el abandono de una gestión pública centralista y aprovechar las capacidades de los gobiernos locales de intervención y articulación a nivel territorial, así como de las propias comunidades.

Es importante señalar que las políticas públicas que deben implementarse no pueden dejar de lado la atención de las desigualdades sociales que estructuralmente afectan a Centroamérica. Los efectos de los desastres se intensifican entre las poblaciones pobres y excluidas socialmente, por lo que el manejo y la prevención del riesgo deben ser enfrentados por política públicas que se formulen desde un enfoque de derechos.

Finalmente, es indispensable que, como parte de gestión del riesgo, también se consideren las implicaciones presupuestarias no sólo para asumir el costo de las pérdidas y daños que los desastres provocan, que es lo que tradicionalmente se considera; sino también los recursos necesarios para adoptar las políticas públicas para reducir la vulnerabilidad y las amenazas y minimizar los riesgos. Este es un elemento que debe estar presente en contextos como el actual en el que todos los países de la región están discutiendo sus proyectos de presupuesto para el próximo año. Y, desde luego, la discusión sobre los presupuestos necesarios para gestionar el riesgo también obliga a discutir diferentes alternativas para la movilización de recursos: reformas tributarias ambientales, emisión de bonos verdes y mejores estrategias nacionales y regionales para acceder a financiamiento climático. 

Las amenazas naturales que enfrenta la región seguirán estando presentes, pero si nuestros gobiernos e instituciones públicas no se asumen el compromiso y el liderazgo para implementar medidas que reduzcan la vulnerabilidad y por ende el riesgo, cada año la historia se repetirá, la ocurrencia de desastres será más frecuente, sus impactos cada vez más intensos y las tragedias cada vez más grandes.

 

Lourdes Molina Escalante // Economista sénior / @lb_esc

Esta columna fue publicada originalmente en Gato Encerrado, disponible aquí.