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Lo explícito y lo implícito de las remesas familiares

No son Estados de bienestar, más bien son Estados de malestar, son los padres o madres ausentes, de dejar a la suerte a su propia gente, que obligan a salir de casa y posiblemente no regresar, cuando ya no hay otra opción, porque la vida también corre peligro si se queda.


En las últimas semanas, a través de varios medios de comunicación, mandatarios y altas autoridades monetarias de los países de Guatemala, El Salvador y Honduras hablaron sobre cómo las remesas familiares batían récords al cierre del primer semestre del 2021 y expresaban que, gracias a este repunte, las economías de sus países esperaban recuperarse y crecer, aun en tiempos de pandemia, luego de un año de caídas económicas en casi todos los países del planeta, bajo una situación sin precedentes en tiempos modernos. 

Pareciera no poderse explicar cómo las remesas familiares, siendo una variable económica que se sustenta del trabajo de hombres y mujeres, si bien creció menos, no cayó en cifras negativas durante 2020. Una de las respuestas lógicas a esta resiliencia son las expectativas generadas por la pandemia por Covid 19, muchos de los y las centroamericanas en el exterior enviaron más cantidad de sus ingresos de lo que habitualmente hacían a sus hogares. Otra, es que el flujo de migrantes hacia países como Estados Unidos, principalmente, no se detiene, y esto parte de la razón del porqué no es ético hablar de remesas dentro de una política económica. ¡No en estas condiciones!

Sólo en 2021, las remesas en estos tres países acapararon el 89.5 % de todas las remesas que llegan a Centroamérica, siendo Guatemala el país con mayor flujo de remesas entre los seis de América Central, recibiendo el 44.0 % del total. Sin embargo, hablar de remesas familiares también es hablar en términos “explícitos e implícitos”

“Explícitos” porque las remesas contribuyen en alta medida al tamaño de las economías, tanto en El Salvador como en Honduras están a décimas de alcanzar un cuarto de todo el PIB de ambos países, mientras que en Guatemala se acerca al 15.0   %, en 2020. 

“Explícitos” porque contribuye con el consumo de los hogares, la seguridad alimentaria, con la salud y la educación. Sectores como la construcción, el sistema financiero también se ven beneficiados.

“Explícitos” Porque en los tres países, al cierre del primer semestre, batieron récords superando el 40.0% de crecimiento, situación que empuja al resto de las economías de los países a recuperarse.

Sin embargo, la realidad “implícita” u oculta (o no tanto), es que los mercados no están absorbiendo a las personas que se suman diariamente a la Población Económicamente Activa (PEA), mientras que la población ocupada, o la que logra un espacio en el mercado laboral, se encuentra laborando en la informalidad. Solo antes de la pandemia la Organización Internacional del Trabajo (OIT) estimaba que entre siete y ocho trabajadores de estos tres países al norte de Centroamérica se encontraban ocupados en el sector informal. 

La realidad “implícita”, es que los países no son competitivos, no están ofreciendo a los inversionistas lo suficiente de los pilares básicos necesarios para considerarnos competitivos, carecemos de instituciones sólidas, de infraestructura, de capital humano con salud y habilidades, de mercados, de empleos sólidos y formales, entre otros elementos que permiten tener certidumbre sobre el futuro.  Que estos países son de los menos competitivos de la región, que no se está atrayendo Inversión Extranjera Directa (IED). Y eso que solo nos referimos a las  aristas económicas si bien las bases democráticas cada día están más oxidadas por la corrupción, la impunidad y el autoritarismo.  La economía de libre mercado como la conocemos hoy, que buscan y defienden muchos, parece “liberar”, “descartar” y “expulsar” a una mayoría de la población. 

Que los Estados no están cumpliendo con sus principios que sustentan su ser y que están plasmados en sus constituciones. No garantizan la vida, aunque se jactan de proteger la vida desde su concepción, de proteger a la familia.  No son Estados de bienestar, más bien son Estados de malestar, son los padres o madres ausentes, de dejar a la suerte a su propia gente, que obligan a salir de casa y posiblemente no regresar, cuando ya no hay otra opción, porque la vida también corre peligro si se queda.

Hablar de remesas familiares no debería llevar “implícito” que el migrar a los Estados Unidos sea el sueño de todo niño o niña, de todo adolescente o joven o de todo padre o madre, que lo ven como una “bendición” el haber llegado al otro lado tras cruzar un desierto que ya ha cobrado miles de vidas. Que el estar lejos de sus comunidades, de sus pueblos, de sus hogares, de sus amigos, de sus costumbres y tradiciones no se convierta en una “bendición”.

El optar por una residencia o nacionalidad nueva, un nuevo idioma o una nueva vida, debería sea opcional y en condiciones dignas. Para ello, es necesario que las sociedades salvadoreña, guatemalteca y hondureña, y sus autoridades, entiendan que es necesario cambiar de modelo económico, apostar por otro tipo de crecimiento económico asentado sobre bases de protección social, igualdad, conocimiento, tecnología y pleno empleo formal. 

Por eso es tan importante hablar “intrínsecamente” de las remesas familiares, porque el costo de oportunidad por “este crecimiento económico” o por esta “recuperación económica” está en la mano de los millones de centroamericanos y centroamericanas que hoy han migrado forzadamente de sus países pero, con su trabajo, los salvan de la debacle.

 

Sucely Donis Bran // Economista investigadora

Esta columna fue publicada originalmente en Gato Encerrado, disponible aquí.