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Hijo de lo público

Nací en el Hospital Nacional San Juan de Dios de Santa Ana. Estudié desde parvularia hasta noveno grado en el Centro Escolar Cantón Arenal, del municipio de Nahuizalco;  siendo parte de la primera generación que pudo concluir su educación básica en ese centro educativo, pues antes solo había hasta sexto grado. El bachillerato lo estudié en el Instituto Nacional Thomas Jefferson. Los estudios de educación superior los realicé en la Universidad de El Salvador, mismo lugar donde tuve mi primer trabajo profesional. Todas instituciones públicas.

Sin lugar a dudas soy hijo de lo público. Soy el resultado de los impuestos pagados por todas y todos. Lo público es el espacio social donde nos identificamos como iguales. El nivel de ingresos, sexo, religión o zona de residencia son irrelevantes frente a los bienes y servicios públicos.

Lo público tiene su concreción a través de hombres y mujeres que con su trabajo tejen el hilo que nos une como sociedad. Muchas veces asociamos a los empleados públicos con esas personas que cobran sin hacer nada, que despilfarran los pocos recursos que se cuentan; que las hay, pero son la minoría. Por ello, la ciudadanía debe ser capaz de distinguir entre sinvergüenzas que se embriagan con dinero público y, los servidores que día a día dan lo mejor de sí para labrar por un mejor país. Muchos de ellos son héroes y heroínas sin capa, que a pesar de muchas limitantes, hacen su máximo esfuerzo para construir mejores sociedades. Miles de docentes, enfermeras, médicos, policías… que no acaparan los titulares de prensa, pero que hacen una labor extraordinaria.

Lo público ha recibido fuertes embates de quienes históricamente se han beneficiado de un Estado débil; y en muchos casos, como ciudadanía, de forma pasiva lo hemos permitido. Siempre será más fácil pedir reducir el Estado, que fortalecerlo. Siempre será más fácil decir que se gasta mucho, a reconocer que El Salvador tiene un Estado bonsái, cuando se compara con el resto del mundo. Por ejemplo, de acuerdo al Banco Mundial, el tamaño del Estado salvadoreño es 12 puntos del PIB menor que el resto de países de ingreso medio.

Por ello no es de extrañarse que para el 2013, de acuerdo al FMI, en El Salvador cada docente tuvo que atender en promedio a 25 estudiantes en primaria, cuando el promedio en Latinoamérica fue de 22, y que en el caso de educación secundaria cada docente atendió a 38 estudiantes, 18 más que el promedio latinoamericano. O que El Salvador cuenta con 1.6 médicos por cada mil personas, mientras que en América Latina el promedio es de 1.8.

Cuando abandonamos lo público a través de nuestra apatía y parálisis social es que aparecen los espacios de ineficiencia, despilfarro y corrupción –recordando que un acto de corrupción no es simplemente robar dinero, es la destrucción de oportunidades–; así como las campanas de la privatización. Involucrémonos en el quehacer público y exijamos que cada centavo que pagamos de impuesto se transforme en escuelas y hospitales de calidad.

El mercado solo le dará educación y salud a quienes tengan ingresos suficientes para pagarlos; pero y ¿si no los tenemos, nos quedamos sin trabajo o tenemos una emergencia? Algunos plantean que el problema de lo público es que no le pertenece a nadie; a ellos habrá que recordarles que lo público nos pertenece a todas y todos.

Y ¿por qué defiendo tanto lo público? Porque la diferencia de que el día de hoy, yo tenga la oportunidad de escribir estas palabras y aparecer en la sección de Opinión de este periódico y no en una nota que informe sobre mi desaparición, deportación o arresto intentando cruzar el Río Bravo, se debe a que tuve acceso a lo público (educación, salud, empleo). Los bienes y servicios públicos universales y de calidad, brindados por servidores públicos dignos, son la receta perfecta para la edificación de sociedades más humanas y más justas.  

Esta columna fue publicada el 17 de junio de 2016 en diario El Mundo de El Salvador