El Salvador vale más que el oro
La decisión de explotar minerales, como el oro y la plata, requiere de la evaluación integral de factores económicos, sociales, ambientales, culturales e institucionales. En América Latina, estas actividades se han convertido en una fuente de conflicto social, violaciones de derechos humanos, deterioro ambiental, costos fiscales e ingobernabilidad. Un caso alarmante es el de nuestros vecinos en Guatemala, donde ocho de cada 10 municipios con licencias mineras presentan conflictividad social.
¿Pero será que en El Salvador la minería puede considerarse como una alternativa para nuestro modelo de desarrollo? El elemento fundamental en esta discusión debe ser la garantía del derecho al desarrollo, ese que establece la libre determinación de los pueblos y la plena soberanía sobre sus recursos naturales. Explotar los minerales debería ser una decisión de las comunidades en las que se pretende desarrollar dicha actividad. En El Salvador, a la fecha, por lo menos cuatro municipios se han declarado libres de minería metálica por medio del mecanismo de consulta contemplado en el Código Municipal. A ello se le suma que, de acuerdo con una encuesta realizada por el Instituto Universitario de Opinión Pública (Iudop) en 2015, el 77 % de la población considera que esta actividad se debería prohibir definitivamente.
A la oposición de la población a estas actividades se adicionan los riesgos ambientales que representa la minería para el país, especialmente en lo que se refiere a la seguridad hídrica y contaminación del suelo. Otro factor de riesgo señalado en la Evaluación Ambiental Estratégica del sector, realizada por expertos internacionales a petición de los ministerios de Economía y Medio Ambiente, es la debilidad del marco legal e institucional, que provoca que en el contexto actual la minería no pueda ser ni ambiental ni socialmente sostenible.
Para quien pueda pensar que estos riesgos se compensan con la generación de empleo e ingresos fiscales, se debe tener presente que la minería no es una actividad intensiva en el uso de mano de obra. Estimaciones de CEPAL muestran que este sector apenas genera un puesto de trabajo por cada USD 2 millones invertidos. En cuanto al ámbito fiscal, si se desarrollaran actividades mineras en el país, éstas deberían pagar los mismos impuestos que cualquier otra actividad económica, nada extraordinario, toda vez no se le otorgue privilegios fiscales. Pero considerando que la tasa efectiva de ISR para las empresas es de apenas 2.5 %, probablemente un trabajador pagaría más, en términos relativos a sus ingresos, que cualquier empresa minera. La única diferencia en el régimen fiscal de la minería es el pago de cánones y regalías, estas últimas en el caso salvadoreño son de apenas un vergonzoso 1 %, de las ventas netas, para el Estado y hasta otro 1 % para las municipalidades en las que se desarrolle la actividad.
Para colmo de males, incluso en el ámbito fiscal la minería pareciera representar más riesgos que oportunidades, hasta hace solo tres meses seguía latente la posibilidad de que el Estado salvadoreño tuviera que pagar USD 250 millones a Oceana Gold en concepto de indemnización por haber tomado la decisión soberana de no otorgarle la licencia de explotación. Si eso pareciera poco, el Estado salvadoreño también se enfrenta al reto de invertir en remediar pasivos ambientales heredados de proyectos mineros anteriores que nunca tuvieron un adecuado proceso de cierre.
La moratoria de facto al otorgamiento de nuevas licencias que se ha mantenido a la fecha y las declaraciones públicas del Ejecutivo sobre no tener intenciones de otorgar licencias mineras no son suficientes. Es indispensable que la Asamblea Legislativa haga su trabajo, comprenda que El Salvador vale más que el oro y siga las recomendaciones de los estudios técnicos que demuestran que la minería no tiene cabida en nuestras aspiraciones al desarrollo sostenible. En ese sentido, afortunadamente la Comisión de Medio Ambiente y Cambio Climático por fin acordó analizar el tema. Esperemos que esa discusión no tenga que esperar hasta que otra empresa se crea dueña de nuestros recursos y quiera demandarnos nuevamente.
Columna publicada en El Mundo el 26 de enero 2017